A veces, caer es una obligación más. Sentirte tan alto como para mirar al resto del mundo desde el cable, sólo conlleva esperar el momento de la caída. Sin dramas, sin ambulancias recogiendo los cuerpos, simplemente tú mirándote a un espejo. Lo único importante es ese tú que se sabe derrotado y nadie más.
No se esperan coronas de flores, ni plañideras a las cinco, justo cuando las campanadas de la iglesia avisan misa de muertos. Todo es mucho más fácil, incluso hay veces en las que resulta ridículo cuando lo repiensas a la mañana siguiente. Sólo se necesita una noche avanzando hacia la mañana, un tú que pide salirse de ti, una canción triste y cinco minutos para pensar hacia dónde se dirige tu vida. Sólo eso, nada más. Todo al alcance de la mano, al menos, de la mía.
Me empeño en demostrar que soy alguien triste y lo cierto es que no sé de dónde me viene la costumbre. Nunca fui una niña solitaria, tampoco una adolescente sin amigos que sólo quería odiar al mundo. Me recuerdo feliz, incluso divertida; la típica chica que se ríe y consigue hacer reír a los demás. Y me cuesta, me cuesta reconocerme en aquello y, aún hoy, en cada una de las conversaciones en las que terminamos riéndonos todos.
Me cuesta porque no me veo y sólo consigo desdibujarme o intuir una silueta malpeinada a la que agarrarme. Sé que no es el final (ni siquiera el principio), nada termina porque nada empieza marcándose la casilla de salida o el camino hacia la meta.
No importa, supongo, y ahí está la venganza (contra mí, contra todos, contra nadie). Voy, vamos, vas... Esa es la idea, creo.
No se esperan coronas de flores, ni plañideras a las cinco, justo cuando las campanadas de la iglesia avisan misa de muertos. Todo es mucho más fácil, incluso hay veces en las que resulta ridículo cuando lo repiensas a la mañana siguiente. Sólo se necesita una noche avanzando hacia la mañana, un tú que pide salirse de ti, una canción triste y cinco minutos para pensar hacia dónde se dirige tu vida. Sólo eso, nada más. Todo al alcance de la mano, al menos, de la mía.
Me empeño en demostrar que soy alguien triste y lo cierto es que no sé de dónde me viene la costumbre. Nunca fui una niña solitaria, tampoco una adolescente sin amigos que sólo quería odiar al mundo. Me recuerdo feliz, incluso divertida; la típica chica que se ríe y consigue hacer reír a los demás. Y me cuesta, me cuesta reconocerme en aquello y, aún hoy, en cada una de las conversaciones en las que terminamos riéndonos todos.
Me cuesta porque no me veo y sólo consigo desdibujarme o intuir una silueta malpeinada a la que agarrarme. Sé que no es el final (ni siquiera el principio), nada termina porque nada empieza marcándose la casilla de salida o el camino hacia la meta.
No importa, supongo, y ahí está la venganza (contra mí, contra todos, contra nadie). Voy, vamos, vas... Esa es la idea, creo.