Ser Funambulista está bien, aunque sea por ver a la gente aplaudiendo, aunque sea porque espera tu caída. Los duros a pesetas quedaron atrás, hoy sólo cuenta el más difícil todavía. Ya no hay versiones ni subtítulos, todos agradecían no tener que leer, sólo escuchar (ella no).
Ella funambulaba, esperaba un rescate. Sabía que nunca vendría, las cosas de Lisboa iban lentas. Quiso acelerarlas, un instante, tampoco podía. Se dejó al margen, tampoco podía. Vendrían.
Nadie vendrá a rescatarnos. Tampoco lo espero, ya sabes, estoy acostumbrada. Nadie será más que yo. Sigues sabiéndolo, no creo que sirva de nada. Seguiremos en tu pista de circo. Sabes que yo intentaré huir de ese espectáculo. Sabes que, igual, me querrás por eso. Sabes que igual me odiaré por ser tan comercial.
Por eso escribo, porque no necesito ayuda. Sé lo que hay, nunca renegué del cable, tampoco renegaré cuando me lance a cruzarlo, sin él. Nos veremos al otro lado, siempre.
El payaso cojo observaba desde el escenario. No necesitaba ocultarse, era el próximo número, el relleno mientras se desmontaba el trapecio. Por eso, desde su posición de privilegio, observaba a la trapecista, penetraba en sus pensamientos, adivinaba sus inseguridades y intuia sus tentaciones. Por eso sabía que pensaba en el prestigidador, reconocía en su cara la decisión, estaba absolutamente seguro de su determinación, de su generosidad, de su dar todo a cambio de nada.
ResponderEliminarLo odiaba, odiaba al mago de las manos rápidas, sus mentiras, su cinismo, su éxito entre un público que aceptaba su falsedad sin cuestionarla y su atractivo para ella. Él era justamente lo contrario, su risa tenía la sinceridad de la candidez, su cojera era inocultable y mostraba desde el primer momento su incapacidad.
Por eso la trapecista no pensaba en él, por eso prescindía del cable, de la red, del público, porque no entendía lo que cuesta una risa. Su tristeza era incompatible con la risa del payaso, no lo miraba, siempre estaba más allá, en el otro lado, como si existiese el otro lado.
Desde el escenario, preparado para ocultar la tramoya que abandonaba la trapecista, esperaba su momento, y sabía que ella pasaría por su lado sin mirarlo, sin verlo, sin reconocerlo, ocupada en sus pensamientos, en su cable, en su público, en sus decisiones.
Un, dos, tres...
La funambulista, lo sé de buena tinta, siempre supo valorar el poder de una sonrisa.
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