viernes, 19 de diciembre de 2014

Mis trasticos


Nunca pedían nada inalcanzable. Sólo las pompas de jabón determinaban el momento inexacto de la destrucción, o no.

Si había algo que las definía era, váyase usted a saber por qué, los broches; no importaba si eran búhos o burros. ¿Qué más? Les gustaba mirar el fuego, que no a los ojos. De ahí tanta vela.

Tenían un boli morado por el que se peleaban, unas gafas de miope que no quería ninguna y, también, un destornillador que sólo servía para dejar claro que no se habían peinado, pero disimulaban. Por lo visto, también tenían los pendientes de domingo. Nunca sabremos para qué día fueron destinados el resto, los monstruos.

Los pintauñas de colores sólo disimulaban las grandes pompas de jabón; ésas que, al final, salen del pompero sin saber por qué. Las mismas por las que soplas una vez más esperando una respuesta diferente.

No son las mismas en las que que la magia se pierde; son ésas en las que miras un pompero, y sabes lo que se ha de hacer, esperar la magia.

No descubriremos nada, la magia está servida. En sus manos lo dejan.