domingo, 27 de febrero de 2011

Soles grandes y amarillos

Llegó esa hora de la noche en la que ya nada es lo que parece. Sólo Soledad (la que volvía a casa cada sábado con ella) parecía escuchar su llamada. Esa misma Soledad que pensaba que había escogido y que, realmente, se había colado en su vida sin pedir permiso.
A veces, estaba bien porque le permitía leer, ser ella, elegir lo que le apetecía en cada momento; pero luego venían esos momentos de mirar al techo mientras encendía una vela en los que pensaba que daría media vida por encender la vela para dos y, también, estaban los momentos en los que sabía que esa necesidad de encender velas en plural simplemente era un imperativo impuesto por una sociedad que exigía ser dos para ser feliz.
Luego, pensaba que era una infeliz y se sentía más infeliz que nunca por quedarse con esa parte de la vida que no importa; por querer alargarla como un chicle y esperar que se convirtiera en realidad. Quería transformar esa realidad que no se ajustaba a lo que ella quería. Quería ser como Oliveira y la Maga y ser especial por unos instantes, caminar para encontrarse aunque fuera para encontrarse con ella misma.
¿Por qué rehuía a la compañía? ¿Por qué siempre que estaba en un sitio quería estar en cualquier otro? ¿Por qué buscaba "porqués" a pesar de que sabía que no existían? Buscaba certezas y sólo era capaz de encontrar verdades a medias que no eran suficientes para vivir la vida como quería. Sólo se quedaba con los saxos tristes que alegraban su tristeza y rechazaba cualquier cosa que le pudiera afectar.
Querría haber sido Vicente para sentir el dolor de un desamor; de una soledad no premeditada pero encontrada. Quería ser, incluso, una amante despechada para vengarse de un marido infiel; quería ser capaz de sentir aquello y saber llorar por todo. Quería ser muchas cosas que no era. Quería ser capaz de mirar a unos ojos expectantes y no pensar en el daño que le podrían hacer. Quería poder apostar por alguien y perder, rendirse y redimirse a la vez. Quería estar triste por un buen motivo, llorar y levantarse con argumentos y, sin embargo, sólo se veía a ella delante de un ordenador escribiendo cosas de las que desconfiaba.
Era hora de parar, de volver a empezar incluso, pero no quería entrar en su habitación y saber que estaría vacía como siempre y como nunca. Estar aquí era una excusa para no volver del todo con ella misma, para decirle que todo se arreglaría y que no había de qué preocuparse. No sabía exactamente de lo que se tenía que preocupar aunque una nube negra amenazara constantemente tormenta. Cuando decía que no sabía lo que le pasaba no mentía (aunque no mirara a los ojos), no tenía claro cuál era el problema y la solución era una broma que alguien le estaba gastando. No era una pareja lo que necesitaba, tampoco un rollo de una noche ni sexo sin compromiso, el problema-desconocido estaba en ella y ella lo tendría que solucionar cuando estuviese preparada.
Lo que se preguntaba era cuándo sería capaz de enfrertarse a sus miedos, sus manías y locuras. Cuándo podría mirar a los ojos a lo que fuera y no sentir esa sensación de desnudez que le impedía ser aquella niña alegre a la que, según todos, le esperaba un futuro con soles grandes y amarillos.

martes, 22 de febrero de 2011

Miradas

Últimamente me ha dado por confesar secretos, cosas sin importancia y partes ocultas que pensaba que jamás mostraría. Hoy tocan las miradas.

Es un hecho, no sé sostener la mirada. Cuando alguien me habla nunca sé dónde mirar y a veces pierdo el hilo de la conversación porque me empiezo a preguntar si a la distancia en la que estoy, en vez de mirar a los ojos miro a la nariz, la otra persona lo notará.

Me incomodan muchísimo las miradas largas, ésas que te penetran bien adentro y descubren lo que estás ocultando con las palabras. No sé enfrentarme a las miradas de Ana, de cualquiera, de nadie, incluso en la calle. Voy mirándolo todo pero cuando noto una mirada sobre mí no puedo evitar agachar la cabeza, refugiarme en el abrigo gris y mirar al suelo.

Lo intento, a veces lucho contra mí misma en una conversación y me obligo a mirar a los ojos. Aunque algunas veces gano, lo cierto es que la mayor parte del tiempo me descubro mirando a cualquier otro lado.

Mucha gente dice que si no miras a los ojos es porque mientes, porque ocultas cosas... Prometo que no miento en las grandes conversaciones, eso lo sé, tal vez oculte insconscientemente, pero es que me siento desnuda. No creas, me encanta ver que la gente es capaz de aguantar la mirada, que es capaz de no rehuir a lo que mira, siente o quiere, pero yo no consigo olvidarme de esa mirada que me escruta, que espera cosas de mí, que desconozco, que conozco y sé que me conoce.

Si cuento algo importante, la mirada se me va al cielo como buscando la inspiración; si confieso algo busco la fuerza y la valentía en alguna parte lejos de la persona que me escucha; si cuento cómo me ha ido el día, miro hacia delante para contarlo de un tirón; si hablo con Ana y sé que lo que digo no tiene sentido, es demasiado serio o me cuesta contarlo, miro su pelo, mis anillos o lo que me encuentre con tal de no sentirme descubierta. Y así con todo.

La única manera que tengo para decir algo importante es escribiéndolo, sin la otra persona que reaccione a mis palabras delante (también me vale la luz apagada con una vela que ilumine la habitación y me deje en penumbra), pero ¿mirar a los ojos? Soy incapaz. Me avergüenza confesarlo y me avergüenza sentirme como me siento ante una mirada directa, pero no consigo salir de mí.

No sé cuál es mi problema con las miradas. Me gustan los ojos, mucho, es lo primero que miro de una persona, pero sólo durante unos segundos. Luego me he de conformar con mirar el resto de la persona porque no tengo valor para aguantar la mirada de esos ojos que me miran y me descubren, que saben más de mí de lo que estoy dispuesta a mostrar. Quizá sea eso.

domingo, 20 de febrero de 2011

Tarde de domingo rara

Hoy ha sido un gran día lleno de pilas recargadas, vacío de horas de estudio y en buena compañía conocida en el exilio.
Sara me ha acompañado estos días postexámenes y horas de sueño recuperadas. Saber que duerme en el sofá es saber que la vida sigue, que siempre encontramos a gente nueva en el camino que hacen que los cambios sean para mejor.
Tras un fin de semana de pelis, poco alcohol (sólo el necesario), muchas risas, comida sana y de encierro voluntario en casa, se avecina un nuevo cuatrimestre lleno de cosas nuevas, filósofos por descubrir y de tachar días en el temido calendario. Antes de que llegue el último día a tachar pienso ser feliz muchos de ellos, con Alba, con Sara y con cualquiera que se atreva a mostrarse, como poco a poco vamos haciendo nosotras.
Nunca se me ha dado bien hacer nuevos amigos, siempre he necesitado que alguien dé el primer paso, pero aquí todo parece ser mucho más fluido. Será porque no tenemos a nadie, porque la vida ha vuelto a empezar por unos meses, por el aire de la sierra... por lo que sea, pero me alegro de poder tener a Sara al otro lado de Granada dispuesta a pasar unos días conmigo, convertirse en ocupa (sí, con C de ocupación "consentida") en casa y no tener que hablar para sentirnos cómodas. Poder pasar tiempo en compañía sin dar explicaciones, simplemente siendo cada una construyendo un mundo compartido; ponernos al día sobre 22 años sin conocernos. Saber que toca el piano, que su ex le vuelve loca, que se siente un pato con las "telas", que se siente igual de idiota que yo estudiando lo que estudia y que algún día será libre. Y yo lo sé.
Así que supongo que en esta tarde de domingo rara, más bien noche de domingo solitaria en casa, sólo me queda agradecer las nuevas compañías que el dinero de la beca no podrán pagar.

p.d. No sé si ho llegiras, Sara, però gràcies per tot, cor!

lunes, 14 de febrero de 2011

Hablar sin hablar

Hoy no hablaré del amor que no siento, del deseo que intuyo o de las ganas de vivir que me entran con cada nuevo período de exámenes. Tampoco hablaré de lo mucho que me gusta mirar a la gente e imaginarme cómo serán sus vidas cuando estoy en la calle y no contaré que no sé caminar sin levantar la vista del suelo. No leeréis que me gusta el mar en invierno y que lo detesto en verano.
No diré que no me echo azúcar en el café ni el té y que echo siete cucharadas en el yogur natural; que sólo me gusta la naranja en zumo y que lo cuelo porque no me gusta notar la pulpa cuando me lo bebo.
Hoy no hablaré de que me encanta que me toquen el pelo y no confesaré que tengo cosquillas detrás de las rodillas. Tampoco diré que me gusta recogerme el pelo después de ducharme para soltármelo luego y sentir su olor.
Tal vez cuente que no soporto que alguien lea por encima de mi hombro algo que estoy leyendo; que odio que me llamen al móvil cuando estoy en el metro o el bus porque me da vergüenza.
Por otra parte, no diré que me gusta que me dediquen canciones y que siempre he querido que alguien me escriba una; no contaré que sueño más despierta que dormida y que nunca recuerdo mis sueños o que hablo a través de citas.
No hablaré de que no me gustan las casas con decoración blanca porque me hacen sentir incómoda, el olor de las colonias de señora mayor porque me marean y los besos al aire porque sólo son una imitación barata de los verdaderos besos; tampoco contaré que no soporto las cosas lights, desnatadas, sin cafeína, sin teína, sin lo que sea, porque me parecen un insulto a las cosas que sí los llevan.
Lo dicho, hoy no contaré nada.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Factura$

Hoy, al ir a pagar al banco la factura de la luz y el agua he tenido una revelación: han muerto un poco más mi niñez olvidada y mi adolescencia perdida al verme haciendo cosas de persona mayor,adulta y responsable.

Dios no ha muerto (por mucho que lo diga un alemán), lo que ha muerto es mi ingenuidad (yo pensaba que las facturas se pagaban solas, pensaba que las cartas que llegaban a casa de mis padres cada mes eran como saludos de los Señores de la Luz y que les decían "No se preocupen, lo de la cuenta ya está arreglado...") y sí, yo la he matado.


P.d. Lo que tampoco puedo entender es por qué después de pagar nos sentimos como flotando, liberados, con los deberes hechos y listos para salir a jugar al parque con los demás niños...

miércoles, 2 de febrero de 2011

"Shhh"ecretos

¿Por qué tenemos secretos? ¿Nos sirven para esconder lo que realmente somos? ¿En qué nos ayudan? ¿Cuántas cosas nos hacen perdernos? ¿Qué esperamos de ellos? ¿Por qué guardamos parte de nosotros, quizás las más importantes, como si fueran tesoros que nadie debería descubrir nunca? ¿Por qué al contárselos a alguien le pedimos que no los cuente como si ese alguien no supiera lo que es un secreto? ¿Por qué nos escondemos detrás de ellos?
Siempre he tenido secretos, quizá más que la media. La mayoría son cosas que me avergüenzan, otros explican demasiado lo que soy realmente y harían caer esa máscara que me he forjado a base de años; otros, simplemente, son cosas que me parece que nunca pasaron; algunos son pequeños recuerdos que jamás le contaré a nadie; pocos tienen algún valor más allá del que yo les doy; muchos podría decirlos sin pensar y luego arrpentirme para siempre; otros tantos me sirven para sobrellevar el día a día; algunos son ilusiones que me hacen levantarme cada mañana; tengo algunos que ni siquiera sé si existen y otros de los que nunca llegaré a ser consciente de que los tengo.
No son secretos mejores que los del resto, simplemente son los míos. Secretos y más secretos que, aunque sea a nosotros mismos, nos muestran nuestra verdadera cara, nuestros miedos y nuestras certezas.
Cuántas noches de no-dormir pensando en si contar algo o no hacerlo, cuántas declaraciones retenidas en la punta de la lengua... Es como si pensásemos que si los contamos, los demás no podrán entendernos, incluso querernos, que nuestro lado oscuro apagará la luz de los grandes momentos. Ésos que, al fin y al cabo, quedan siempre para nosotros.
p.d. "Tienes secretos que sé, nunca los vas a contar" Fito ha sonado cuando acababa de escribir estas líneas. A veces, Leibniz tiene razón y hay algo parecido a una "armonía preestablecida"...